He fallado a mi propósito inicial, a la voluntad de escribirte a diario, Diario. Pero es que aún no me fluyen las letras como fluían hace meses, aún no se recuperan mis ojos de tantas decepciones. Pero tampoco e que sólo tenga cosas oscuras que ofrecerte, muy por el contrario, los días por los que ha empezado el año me han llenado de nuevos e inusitados encuentros, pero quizás no alcances a captarlos si no te comparto que hoy, mientras escribo esto, he empacado ya mis cosas. Mañana me llevará la mudanza a residir, una vez más, quién sabe si de manera definitiva o provisional, en la intrincada ciudad de México.
Después de la depresión que con algún extraño afán me leíste, después de hundirme en un silencio, no sólo para ti, sino para mí mismo, de entrar en un profundo aturdimiento, de sentir que tocaba el fondo y ya no había otra cuesta que pudiera rodar, colina abajo. Casi pierdo la cordura muchos instantes, varios días el tiempo se hizo tan denso que lo sentía reventarme detrás de la cabeza. Días aciagos con los que se despidió el 2013, ese año que quiero que jamás vuelva a repetirse. Pero empezaron las buenas noticias. Había metido una beca de intercambio académico, aprovechando mi promedio, aunque no me gusta competir, entendí que no podría soportar otros semestre encontrándome a Victoria de frente en los pasillos de la facultad. No podría soportar más meses evitando las calles principales. Ella, manteniendo un silencio sepulcral desde aquella noche que estuvimos juntos, ha desaparecido completamente de mis días. Hace poco, antes de que acabara el año, fui a la casa que rentaba cerca de la Plaza de San Francisco. Llamé a la puerta de portón negro y me respondió la esposa del casero, una mujer joven, guapa pero con cara de completa desquiciada. Pregunté si estaba:
– Ya no vive aquí. – contestó con contundencia.
– No lo sabía. ¿Hace cuanto que se fue?
– Hará 5 días más o menos.
– ¿Dejó algún número, alguna referencia de dónde buscarla?
– No, nada.
De pronto se volvió real, de pronto ya no sabía dónde buscarla. Probablemente ha regresado con sus padres, quizás ya no soportó la presión de tener que trabajar y estudiar. Recuerdo que esa noche que estuve en su cuarto pude ver libros que había visto antes en la biblioteca de su padre. Más no sé. Y me he sentido de pronto liberado. Me han concedido la Beca y ha desaparecido Victoria de mi vida. Así como la desconocida que era ese primer día que la vi llegar a la facultad, así empieza a disiparse. Aún le escribo cartas que jamás le enviaré, ahora no tengo ni siquiera una dirección para mandarlas. Mi madre me lo oculta pero aún se escribe, quizás hoy en la noche finja olvidarlas, y deje el montón ahí entre mis cosas, con su nombre escrito en el sobre, y quizás así puedan llegarle, pero no sé si tendría caso, no estoy seguro que esas cartas las haya escrito para enviarlas.
También Carmen, de la que te hablé un poco, ha desaparecido. A decir verdad nunca estuvo, siempre fue un fantasma, que alimenté con mi arrepentimiento y mi culpa, después con mi ira y con mi locura, ningún rencor le guardo, ahora que reflexiono todo lo sucedido en ese noviembre, me río de mi mismo, como lo dijo Iván, es sólo una chica confundida.
Pero no todo ha sido tristezas y desencuentros. Para mí que estoy acostumbrado a ver el tiempo pasar con lentitud, los más finos detalles me llenan de hondo placer. Hace ya varios años, a esa otra red social de la que poco hablo, porque poco usó, me agregó una chica, llamada Vivian Rojas, durante todo ese tiempo tuvimos muy poca interacción, cómo con tantos otros desconocidos y anónimos que de pronto se suman a tus listas de «amigos». Hace varios meses ya que empezó a interesarse por lo que yo publica y ponía, le daba «like» a las notas de poemas que subía, a las fotos, vídeos y música. Y yo comencé a interesarme por ella. Descubrí que era una mujer culta, también tenía una gama amplísima de poemas, poetas, músicos, pintores, fotógrafos, cine en su muro de FB, al menos en es virtualidad tan escueta parecía ser una persona sumamente interesante. Asediado por los fantasmas de Carmen decidí no darle más largas al encuentro, la invité a salir. Me respondió varios días después, aceptaba con agrado. Al parecer había sido su cumpleaños, ese mismo día me enteré que era casi diez años mayor que yo.
Cuando llegué a nuestra cita en el café del Teatro Ocampo, ubicado en el segundo piso del precioso edificio colonial que alberga el teatro Ocampo, ella ya se encontraba ahí, sentada casi hasta el fondo del café, bañada por la luz ambarina de los candelabros del techo, parecía posar para un desconocido pintor que quisiera captar una mirada inteligente y distraída, una pose sensual pero involuntaria. El café es amplio, hay varias mesas y algunos gabinetes en la parte izquierda, junto a las pequeñas ventanas que permiten ver la gran entrada del teatro, la barra está en medio de dos grandes balcones por los que a esa hora entraba el aire de noviembre y las luces ambarinas de las lámparas del centro. Una estatua tallada en madera, de un ángel levantando una espada de fuego, dominaba el escenario. Violeta bebía de un gran baso con soda italiana. Es una mujer delgada, blanca, con el rostro manchado de pecas. El cabello largo y lacio le caía sobre el pecho, discreto. Sus ojos vivaces se alegraron cuando me reconocieron avanzando por el café. Varias canas se asomaba por su hermosa cabellera, pero había tal orgullo, tan sencillez en su porte que en lugar de disminuir su encanto, lo acrecentaban.
– ¿Tú eres Gerardo? – me preguntó con una bella sonrisa de sorpresa en su rostro. – ¡Vaya que te ves más joven en persona que en las fotografías del FB!
Reí de buena gana. Había algo en Violeta que me fascinó inmediatamente. Había estudiado físico-matemáticas y ahora daba clases en una academia de regularización para estudiantes de todos niveles. Las casualidades son tan sorprendentes y este mundo tan pequeño, que ella resultó ser hermana de Simón, un bajista con quien yo había tocado alguna vez, hacía ya varios años, cuando aún cantaba.
Hablamos de todo tipo de temas, me platicó de su reciente relación fallida. Me agradó que no hubo ninguna clase de rencor en su narración, simplemente la exposición de las cosas que se agotan. Sentí suficiente confianza para hablarle sobre Victoria, sobre nuestro apresuramiento, sus inseguridades, las mías, mi depresión y de pronto me vi exponiéndole incluso lo que pensaba de la psiquiatría. Su hermano Simón había estado enfermo de esquizofrenia, y parecía comprender lo que yo le narraba. Por primera vez en mucho tiempo sentía que podía hablar con alguien sin sentirme juzgado, una maravillosa sensación de ligereza se apoderó de mí.
Le regalé mi poemario, y me pidió que le leyera algunos de los poemas. Lo hice con gusto, sus ojos brillaban con agrado. Sentía que podía perderme en esos ojos negros que resplandecían cuando algo la motivaba. Le leí también algunos poemas de Max Rojas que llevaba conmigo, y otros de Luis Cernuda. Ella traía un pequeño libro de José Hierro, un poeta español, de quien me leyó varios fantásticos poemas. También me leyó un cuento de Óscar Wilde que yo ya conocía, sobre una estatua de oro y una golondrina, pero me deleité con su voz suave, grave e hipnótica, me atrapé en su narración. Entonces deseé besarla con todas mis fuerzas. Pero me contuve, no quería arruinar aquel momento con alguna imprudencia.
Salimos a caminar por el centro, llegamos hasta la calzada de San José donde estaba el tianguis de las Cañas. Año con año, cerca de la fecha en que se celebra el santoral de la Virgen de Guadalupe, los comerciantes han establecido la tradición de instalar puestos en la calle donde venden cañas, gorditas, tacos, pozole y hay diversiones y juegos de todo tipo. Originalmente empezaba sólo el fin de semana antes del 12 de Diciembre, pero se ha ido extendiendo y en esa ocasión había empezado desde finales de noviembre. Tanto Violeta como yo teníamos ya bastantes años sin ir. Compramos cañas y yo compré unas gorditas de nata, la noche nos alcanzó conversando sobre ella. Ya entrando en sus treinta tenía la seguridad que no quería tener hijos, que tampoco deseaba casarse, que era pues, un espíritu libre.
Seguimos viéndonos varias veces después de ese primer encuentro, casi cada semana. Me acompañaba a cafés o la llevaba a cenar. Pero recuerdo especialmente las dos últimas ocasiones que nos vimos. Una fue pocos días después de navidad, era un viernes 27. Originalmente yo había planeado mi mudanza al DF para el 3 de Enero, y ella era la persona de la que más quería despedirme. A pesar de lo complicado de esas fechas aceptó de buena ganas. Nunca paraba de decirme lo extraño que era aquello, que ella no solía frecuentar tanto a sus amigos y que era muy reacia a salir con las personas. Pero durante casi un mes nos habíamos visto semana con semana. Me dijo que me quería invitar a cenar, que brindaríamos por el año nuevo y por mi nueva vida en la ciudad de México.
Nos vimos justo el día en que un amigo de Toluca, Irving venía a la ciudad. Ese mismo día comí con Said y con Luz Elena en un conocido restaurant-bar del centro de la ciudad. Pero me impacientaba por el encuentro inminente con Violeta. La última vez que nos habíamos visto nuestros labios se habían rozado en la despedida, vi que se ruborizó, estaba un poco ebria, según lo que me ha dicho casi nunca bebe y el alcohol le afecta muy rápido. No quería que ella sintiera que me había aprovechado de la situación así que le mandé una larga carta pidiéndole perdón. Me respondió muy tierna: Agradezco el alcohol, que ayudó a que mis labios se resbalaran hacia mi deseo.
Desde esa contundente y seductora respuesta había aguardado con impaciencia nuestro próximo encuentro. Llevaba conmigo un libro de Manuel Capetillo y un pequeño brevario de poemas de Lêdo Ivo. Justo habíamos quedado de vernos en la entrada del Sanborn’s de los portales, frente a la Catedral. Llegué con varios minutos de antelación, el frío comenzaba a calar, y el centro de la ciudad prendía sus luces ambarinas, bañando los edificios coloniales de lluvia dorada, reluciente, que los hacía lucir cálidos, casi abrasivos, daban la impresión de invitar a sumergirse en su misterio.
Violeta llegó pocos minutos después de las siete. Iba vestida discretamente, aunque notaba que se había arreglado. Un perfume floral emanaba de su cuello. Me gusta que jamás usa maquillaje, ni el más mínimo rubor, ni nada que realce sus labios, sostenida enteramente en el equilibrio extraño de sus facciones, su belleza se muestra como la luz clara que se filtra entre las hojas de un bosque. Me preguntó que dónde deseaba ir a cenar, aún no lo sabía, si ella hubiera sabido ¿lo sabía acaso? La conmoción que en mí causaba, quizás me hubiera besado en ese mismo instante, quizás se hubiera alejado. Pero comenzamos a caminar sin rumbo fijo, hablando de las cenas que habíamos preparado para nuestra familias. Ella había preparado pierna con una combinación inventada de especias, salsa agridulce al parecer. Le comenté que yo prepararía mole para la cena de año nuevo en el Distrito Federal, en la que me acompañaría mi familia, no la sanguínea, sino esa que se había formado y consolidado en el último año.
Finalmente elegí una mezcalería cuyo atractivo es también tener un restaurante de cocina de autor, «Tata» es el nombre del lugar. Llegamos y encontramos lugar en un patio interior en el que habían instalado un cucurucho artesanal que daba calor. Me comentó que el olor de la madera quemándose le recordaba su infancia en Cherán, su padre era de origen indígena, y aunque ella no hablaba purépecha tenía mucho afecto hacia las comunidades originarias. Intercambiamos poemas, me leyó a un poeta español del siglo de oro, aunque tiene trabajo para la dicción en la lectura de un poema, me llena de fascinación la pasión con la que vive todo lo que hay ahí escrito.
Inevitablemente llegamos a la conversación sobre «lo nuestro». Su primera angustia era la diferencia tan grande que había en edades, era casi diez años mayor que yo. Rápidamente disipé sus dudas:
– Vamos Violeta, ya has llegado al punto donde estás segura que no quieres hijos, que no quieres casarte. Yo en este momento de mi vida tampoco quiero eso, no sé si algún día lo querré. Tampoco es que te esté prometiendo nada, creo que simplemente quiero disfrutar de ti, gozar de tu presencia, de estos momentos que tenemos, irrepetibles, que con nadie más aparece.
La besé cálidamente después de esas palabras. Tembló un poco, como si quisiera resistirse y después pude sentir su cuerpo soltarse enteramente, me acaricio el rostro con delicadeza, cual si fuera de porcelana. Sus labios delgados, suaves, secos por el frío se movieron con lentitud, susurrando quizás cosas que hacía tiempo quería decirme. El dulce olor del ponche emanaba de su aliento y me invitaba a acariciarla. Nos marchamos del bar después de pagar la cuenta. Me apretaba la mano con fuerza, hacía un frío intenso, calaba hasta los huesos y ella se apoyaba en mi cuerpo.
Paramos un taxi que nos dejó su casa, todo el trayecto no cesamos de besarnos, de acariciarnos, sus manos antes tímidas se paseaban por mis muslos, por mi pecho, yo la tomaba delicadamente de la cintura y mordisqueaba su oreja, su cuello. Hicimos el amor la noche entera, al principio fue tímida, decía que tenía ya casi un año sin tener intimidad con un hombre, pero tras las primeras caricias, tras los primeros roces, la fricción despertó en ella el deseo. Se agarró a mi espalda como un percebe en la tormenta.
A la mañana siguiente desperté antes que ella, recargada en mi pecho dormía plácidamente y entonces recordé aquel poema de Rubén Bonifaz Nuño que empieza: «Ahora estás dormida…» Pensé en todos los poemas que había leído sobre contemplar el sueño de la amada y mi corazón latió con fuerza. La luz entraba apenas por su cuarto, atiborrado de libros, de muñecas y demás curiosos objetos coleccionados durante sus viajes. A lo lejos, algún camión aullaba despuntando el alba.
Hoy fue la última vez que la vi, pero no sentí ni por un instante que fuera nuestra despedida; al contrario, presentí que era el comienzo de algo inusitado y maravilloso, de algo que quizás quede plasmado aquí o deje que lo engulla el silencio. Caminamos por la ciudad hasta llegar a un balcón que hay subiendo por las llamadas «Escaleras de Santa María», en las faldas de la loma, junto al hotel San José. Ahí se abre una pequeña calle empedrada que da a un balcón de cantera, sostenido en el aire por dos grandes pilares. No había luz cuando llegamos, me tomó de la mano en la oscuridad y cuando casi resbala la sostuve y la besé con un cariño infinito. Sentí de nuevo su cuerpo temblar.
Después de aquella primera noche que hicimos el amor, pasamos varias noches más juntos, me leía o yo le leía, escuchábamos un disco o caminábamos por la ciudad buscando un rincón para besarnos y hacer el amor. Ahora le llevaba a uno de mis lugares favoritos de toda la ciudad. No había llevado a nadie ahí desde que vivía con Victoria. Ahora el balcón, resguardad por camelinas que en la oscuridad parecían decenas de manos acariciando la luz de la luna, recobraba un significado. Le leí todo el poemario de El Manto y la Corona, y cuando concluí se desvistió, a pesar del frío hicimos el amor en un largo abrazo, lentamente, como si no quisiéramos despertar a aquellas palabras de adiós, aquellas promesas que no nos hicimos pero que escondimos uno en la profundidad del otro.